domingo, 24 de febrero de 2013

El Pequeño Pueblo Feliz

Uno de los mitos creados por las series estadounidenses es el mito que yo llamo "El Pequeño Pueblo Feliz".
Supongo que empezaría antes de lo que recuerdo, ¿quizá con La Casa de la Pradera?, pero como buena representante de mi generación, tomé nota de él por primera vez con Barrio Sésamo y cuajó definitivamente en mí con Doctor en Alaska. De pronto, vivir a 50º bajo cero, con un único garito en todo el pueblo, rodeada de gente delirante, aislada de la civilización y sin más medio de comunicación que un helicóptero (a mí, que no me subo ni a la noria infantil) me parecía el mejor plan del mundo. El hecho de tener que alimentarme de tocino de reno diez meses al año ni siquiera se me pasó por la cabeza.
¿Aún dudáis? Pues pensad en el Stars Hollow de Las Chicas Gilmore o el Grandview de Entre Fantasmas, dos muestras de todo lo contrario: vivir en una remota villa de Nueva Inglaterra no implica ni mucho menos carecer de Universidad, Hospital, Urgencias (tome nota quien deba), Bibliotecas públicas de morirse, aeropuerto (bueno, eso aquí también pasa), y autopistas si se tercia y lo requiere el guión. Además, encienden cientos de lucecitas doradas en Navidad y adornan con cientos de cintas sonrosadas las calles en Primavera sin plantearse el presupuesto municipal, mientras la gente pasea feliz sosteniendo esos misteriosos vasos encapuchados donde juran llevar café.
Desengañémonos; eso quizá pase en Nueva Inglaterra, pero aquí es simplemente un MITO. La realidad, al menos la que yo conozco, está a medio camino entre Hobbiton y Puerto Urraco. Los que vivimos en ciudades pequeñas, con corazón de pueblo, sabemos de lo que hablamos. Esos bucólicos paseos dominicales, ese hermoso quiosco decimonónico de la Plaza Mayor, esa amable gente que te saluda y te recita los nombres de tus padres, hermanos, abuelos y bisabuelos como si fueran una saga islandesa, pueden ser de pronto como la Charca del pobre Señor Sapoguapo: una jaula difícil de abrir e imposible de cambiar, un Pequeño Pueblo Feliz…



PUEBLO AIRADO, Ana Castelbón
Ilustración para el cuento inédito El Sapo Que no Quiso Ser Príncipe
(Acuarela y tinta sobre papel)





lunes, 11 de febrero de 2013

El Lado Oscuro


Boceto para La Noche, Ana Castelbón
 Lápiz sobre papel


Quedó como boceto, nunca he vuelto a tocarla.
Veo sus defectos, que son muchos y evidentes, pero no sé si de retomar la idea conseguiría mantener en sus ojos ese brillo que la redime (al menos para mí).  Tienen algo que sólo da El Lado Oscuro.
Y  El Lado Oscuro es poderoso.
Cuando se presenta hay que someterse a su voluntad. ¿Ibas a dibujar al Hada Azul en un campo de unicornios? Olvídate. Si aparece El Lado Oscuro te encontrarás ante el retrato de Isabel Báthory, sin saber cómo lo has hecho.
Yo sé dónde se esconde. Acecha en cada lápiz blando que usas. En los 4B, en los 5B... Cuanto más blandos, negros y densos, más fuerte es la energía que los habita. Incluso los 2B son peligrosos, pese a su aspecto de normalidad.  Allí aguarda en silencio hasta que caes en su campo de fuerza... oscura, por supuesto.
Cuando te arriesgas con uno de esos lápices nunca sabes cómo acabará tu obra. Emborronarás, pintarás con los dedos, trazarás las líneas más finas con hambre insaciable. Créeme, lo sé bien.  Por un instante te desvela un Yo desconocido, desafiante y seguro. (Una experiencia muy buena e increíblemente escasa). Pero eso sólo significa una cosa: El Lado Oscuro se ha presentado y se llevará tu dibujo, como Rumpelstinsky se llevó al primogénito de la reina.
Hazme caso: déjale ir, no mires atrás y para el próximo coge uno de esos aburridos, útiles e inexpresivos lápices HB.

No digas que no te avisé, aquí te dejo otra prueba.


 
Sombras (detalle), Ana Castelbón
(Lápiz de grafito y lápices de colores sobre papel)
 

miércoles, 6 de febrero de 2013

Todos los niños crecen, menos uno...



Michael Llewelyn Davies como Peter Pan

Todos los niños crecen, menos uno...
Aunque es un comienzo magistral, no es cierto. Al menos hubo dos niños en toda la historia del mundo que no crecieron. Uno fue Peter Pan, claro. El otro fueJames M. Barrie.
No es una exageración decir esto. El pequeño James envejeció, pero no creció más allá del metro cuarenta y siete de estatura. Una mañana, tan sólo un día antes de su decimocuarto cumpleaños, su hermano David salió a patinar y ya no regresó. Aquella muerte detuvo el reloj de los huesos y del corazón de James cuando apenas contaba seis años de edad. Le arrancó las ansias de crecer y se las llevó entre las fauces, igual que el cocodrilo arrancó el brazo de Garfio. 

Ese día su madre cerró las ventanas de su corazón, dejándole fuera. En todas sus biografías se repite esa frase tremenda de Margaret, cuando escucha los pasos de James “¿Eres tú, David, es posible que seas tú?”... Y cuando ve al pequeño, suspira y dice “…sólo eres tú…”

Aquel James solo, sólo James, sobrevivió inventando una infancia no tanto perdida como negada. Si la patria de un hombre es su niñez entonces él, como Carroll, como K. Graham y Saint Exupery, como muchos otros, escribió desde el exilio. El más amargo, porque no hay retorno posible a los lugares amados, a los seres y pensamientos que la habitaron. Nunca Jamás, ése el nombre de la tierra anhelada, el lugar donde la muerte es una gran aventura y no la indiferente desgracia de una madre encerrada en su cuarto. Nunca Jamás, donde aún volamos al ser felices y nuestros sentimientos pueden ser salvajes, libres e impunes... Donde el tiempo sólo persigue a Garfio.

Quizá haya que girar en la segunda estrella a la derecha y volar hasta el amanecer para llegar allí, pero James Barrie encontró su puerta en los Jardines de Kensington por donde paseaba, quebradizo y diminuto, sepultado en abrigos enormes, junto a Porthos, un San Bernardo que a su lado aún parecía más descomunal.

En aquellos jardines fue donde conoció a la pequeña Margaret. Le llamaba fiendy, que con su lengua de trapo sonaba fwendy. Barrie sabía que había que darse prisa, pues a los ocho años, más o menos, los niños huyen de los jardines y no regresan jamás. Cuando se los ve de nuevo ya son hombres y mujeres que levantan el paraguas para llamar a un coche de punto. 

No fue el caso de Margaret, quien no llegó a cumplir los seis. 

La vida de Barrie, como tantas otras, es un rosario de muertes prematuras, de historias silenciadas en su mismo comienzo. La de David, la de Margaret, la de George, desaparecido a los veintiún años en la ciénaga de barro y sangre que fue la Primera Guerra Mundial. La de Michael, ahogado en el Támesis antes de cumplir los veinte… “De algún modo, ése fue mi fin”, dijo entonces Barrie.

Pero me adelanto. Michael es aún ese niño de grandes ojos que juega en el jardín, y el tic-tac del reloj que nos persigue apenas es audible en esa tarde de juegos. Y todavía me adelanto. Aún más atrás, si seguimos paseando por los Jardines de Kensington junto a Barrie y Porthos, llegará el día en que conozcamos a los niños Llewelyn-Davis. En otro comienzo magnético y magistral, el de El Pajarito Blanco, Barrie nos cuenta cómo robó la familia que fue incapaz de crear por sí mismo… En ocasiones ese chiquillo que me llama padre me trae una invitación de su madre: "Le estaré muy agradecida si viene usted a visitarme”, dice... George y Michael, sus favoritos, y Jack, Peter y Nicholas, sus hermanos, dieron la chispa de infancia primordial de la que surgió Peter Pan. Él mismo lo define así: la llama nacida de vosotros. 


James Barrie y Michael Llewellyn Davies



De todas sus páginas, de toda su belleza, me quedo con la explicación más fidedigna de por qué ni Peter Pan ni James M. Barrie crecieron.

Peter porque siempre olvidaba, James porque nunca olvidó.

No fue el dolor sino la injusticia lo que desconcertó a Peter, dejándolo absolutamente indefenso. Se quedó mirando a Garfio, horrorizado. Todos los niños reaccionan así la primera vez que se les trata injustamente. Cuando un niño se nos acerca, a lo único que cree tener derecho es a la justicia. Si tratamos a un niño injustamente es posible que vuelva a tomarnos cariño, pero nunca volverá a ser el mismo. Nadie logra superar la primera injusticia; nadie, excepto Peter. (...) Creo que ésta era la verdadera diferencia entre él y los demás niños.


  



domingo, 3 de febrero de 2013

Los Peligros del Cambio



La vemos tan feliz y despreocupada, en el instante en que se percata repentinamente de que tiene alas y ya no tendrá que arrastrarse nunca más... Mas, ay, nuestra pobre mariposa no rellenó los impresos que avisan de que ya no es una oruga.
Y ésta es la moraleja, queridos niños: siempre hay que avisar de los cambios a la Charca.
Os lo digo por si acaso se os ocurre transformaros sin previo aviso y volar en solitario. Siempre habrá una oruga armada vigilando, como un Gran Hermano pequeñito.

Ilustración para el Sapo Que No Quiso Ser Príncipe,
cuento inédito.
(Acuarela y tinta sobre papel)