domingo, 27 de julio de 2014

El Príncipe y el Mendigo





Le veo siempre que paso, en la esquina de la librería. Ése es su sitio. Está allí todas las tardes. También está la papelera. El kiosko de los ciegos. El escaparate de la tienda de ropa. 
Algún día, si paso temprano, le sorprendo colocando con cuidado el vaso de cartón en la acera. Siempre a la misma distancia. 
Creo que es una distancia meditada: no muy lejos, para que no estorbe el paso; no muy cerca, así no han de aproximarse demasiado a él. A la gente no le gusta acercarse, les resulta embarazoso por lo general, incluso cuando se detienen y le saludan. Es normal que lo hagan; vivimos en una ciudad pequeña y todos nos conocemos. Somos humanos, al fin y al cabo. 
Pero él sólo reacciona cuando le interpelan. Entonces levanta la mirada, la despega lentamente del suelo donde la dejó, junto al vaso, y esboza una sonrisa triste. Es el tipo de sonrisa que espera su interlocutor. De ser más alegre le desconcertaría y, si fuera más triste, se sentiría incómodo. En ambos casos es probable que no volviera a detenerse junto a su vaso en un tiempo, cosa que él no desea. Es importante fidelizar a los clientes. Así, estudia tanto la distancia que marca su sonrisa como la que define el pequeño vaso de cartón rojo y letras sinuosas. Geometría pura al servicio de la supervivencia.  
Si acaso le preguntaran cómo se encuentra -esto sólo si el viandante es asiduo de su vaso, de su esquina, de su barba de zarza-  él seguirá sonriendo, igual, dirá, o tirando, o menos mal que hace buen tiempo o espero que pronto mejore y me duelan menos las rodillas. No dirá nunca que desea morir desde hace tiempo, o que el albergue de la capital está bien ahora, en verano, mucho más vacío. O que tiene pesadillas todas las noches desde que los de las bases le pegaron una paliza que casi lo mata. Igual que cualquiera, nunca dirá la verdad. Bueno, bueno, seguro que sí, será la respuesta. Y alguien se irá entonces, dejando algo en el vaso que él no mirará.
El rito cambia -pues todo en la vida tiene su liturgia: ésta también es geometría- cuando oye la otra contraseña “Toma, dáselo al señor” y unos pasos pequeños cruzan la calle peatonal y provinciana. Los niños sí se acercan, aunque la barba les dé miedo. Echan la moneda en el vaso y sonríen antes de marcharse corriendo, como gorriones, con la abuela. El segundo en que le miran tras echar la moneda, está lleno de expectación y temores de juguete: ¿hablará?¿se moverá?¿me cogerá? Igual que los jóvenes que se paran ante los mimos. Él sonríe. Primero al niño, con ternura que nunca me ha parecido fingida. Después, inclina ceremoniosamente la cabeza en dirección a la mujer. Y después vuelve a depositar la mirada en el suelo, junto al vaso. 

No hay nada más que el vaso y su mirada, y sus rodillas dobladas en la calle. 

No recuerdo haberle visto nunca ninguna cruda incitación a la lástima escrita en espantosos cartelitos de cartón con espantosa caligrafía, muestrario de horrores que van mucho más allá de lo que cuentan. “Tengo cuatro hijos y una mujer enferma”, dicen. Es el motivo correcto. “He de pagar al que me deja ponerme en esta esquina o me reventará el hígado a golpes”… No, eso nunca se escribe. Porque todo tiene su rito, su liturgia, su pura geometría de causas y consecuencias. ¿Quién no se sentiría defraudado al saber que es un hombre normal y corriente, inmerso en su propio chantaje como nosotros en el nuestro, y  no una víctima impasible de sus infinitas desgracias? 
A mí también me ocurrió, el primer día en que le vi lejos de su esquina. Yo iba hacia Madrid, y él estaba parado en la estación de El Pozo. Erguido y sin el vaso parecía otra persona. Se agachó, recogió una colilla del suelo que aún humeaba y la fumó con una sonrisa. Al acercársela a los labios se besó los dedos, en un juramento despreocupado y ávido. 

Casi no le conocí, de pronto convertido en Príncipe.