lunes, 22 de julio de 2013

El Flautista En El Umbral del Alba



Apenas tenía cinco años cuando perdió a su madre, un día de Abril de 1864. Apenas cinco cuando casi murió él también, de la misma escarlatina que se había llevado a Bessie para siempre. Y contaba sólo cinco años cuando su padre se hundió en la bebida, abandonando su cuidado y el de sus hermanos, y Granny Inglis se los llevó con ella a la vieja casa de Cookham Dene, junto a la que discurría el incansable narrador, El Río. Así fue cómo la Desgracia trajo de su mano el que fue el tiempo más feliz de toda su existencia. 

La luz, los olores, los increíbles descubrimientos y aventuras que sólo caben en la Infancia seguramente cayeron sobre el pequeño Kenneth como cayó el rayo sobre Saulo. Pero al igual que una Gran Desdicha había dado comienzo a esa felicidad, fue un vulgar inconveniente lo que acabó con ella. La vieja casa era realmente vieja, más allá del halo poético de la expresión. La chimenea se derrumbó. Tuvieron que mudarse. Y se fueron a  otra casa, más pequeña, menos generosa. Lejos del Río.
Kenneth Grahame, en su infancia
A partir de ese día la vida se fue posando inclemente sobre el pequeño Kenneth, como tiene por costumbre hacer con todos nosotros. Copo tras copo de polvo y de ceniza, de sueños rotos, mientras El Río murmuraba en su corazón el recuerdo de un Verano, como el viento murmura entre los sauces. Sobre aquel niño cayeron más mudanzas, el fugaz retorno con un padre que les abandonaría definitivamente y moriría en Francia. (De todos sus hijos sólo Kenneth acudió a su entierro.)  Años de niñeras y tutores, de casas y parientes lejanos que les apresuraban para que creciesen más rápido, más rápido. Así fue como el niño que corría junto al Río se vio obligado a ser Adulto y a emplearse en lo más alejado de los sauces que podía existir en este mundo: el Banco de Inglaterra.
Pero mientras la Vida seguía cayendo con su lluvia de polvo y ceniza, mientras ascendía en el Banco, mientras se casaba y era infeliz, mientras tenía un hijo enfermizo y desdichado como él, el Paraíso Perdido seguía brillando en su interior. La voz del Río no callaba.  Viejo, Insomne, Aventurero, seguía narrando y había que escucharle: Pagan Papers, The Golden Age, Dream Days… 
 Y El Viento En Los Sauces. 
Alastair iba a cumplir cuatro años, y no conseguía dormirse. Durante horas, Keneth le contó las aventuras de un Topo que descubre un día de primavera las orillas del Río, de una Rata de Agua acogedora y generosa como la vieja casa de Granny Inglis, de un Tejón sabio, bondadoso  y ceñudo... Y de un Sapo -El Señor Sapo- que cae enamorado a los pies de la Máquina de las Máquinas.
El cuento siguió y siguió -como suele suceder con las historias- fluyendo en las cartas que le envió más tarde, cuando aún parecía posible ahuyentar los fantasmas que acechaban a su hijo. Lo hizo de la única forma que supo. Recuperó para él los recuerdos más felices. Sopló sobre todo ese polvo acumulado por los años hasta que el susurro del viento entre los sauces fue de nuevo nítido y radiante, lleno de voces. Las voces sencillas, las aventureras, las alocadas y las seductoras, las que estaban llenas de risas y las que le sumían en la melancolía. Todas las voces del Río que él había escuchado en su infancia están allí, sin faltar una. 
No fueron suficientes para Alastair, que se arrojó a las vías del tren, cerca de su amado Oxford, dos días antes de su vigésimo cumpleaños. Era el 7 de mayo de 1920. 
Ése fue el día en que El Río calló.  
Pero antes le había contado su más valioso secreto: que todos los Paraísos se pierden y que sólo los desdichados pueden recordar la canción que toca el Flautista en el umbral del Alba.
“Se ha ido… ¡Tan hermoso, y extraño, y nuevo! Para que acabara tan pronto casi hubiera deseado no oírlo, porque ha despertado en mí un anhelo casi doloroso, y nada parece valer la pena sino escuchar ese sonido una vez más, y seguir oyéndolo eternamente…”