viernes, 24 de enero de 2014

La Antepasada

La Antepasada
Acuarela y tinta sobre papel


Mientras la dibujaba, sentía la misma imprensión indefinible que deja en mí el poema de Walter de la Mare, The Listeners. Por eso lo copio aquí en versión de Pablo Anadón, aunque merece la pena (y mucho) leerlo en el idioma en que fue escrito. 

Los que Escuchan

“¿No hay nadie ahí?”, gritó el Viajero, golpeando
La puerta iluminada por el claro de luna;
Mordisqueaba el caballo, en el silencio, el pasto
De la tierra del bosque recubierta de helechos;
Y un pájaro de pronto voló desde la torre
sobre la cabeza del Viajero… De nuevo,
Una segunda vez, golpeó a la puerta. “¿Hay alguien
Ahí?”, dijo. Mas nadie descendió hasta el Viajero;
No se asomó ninguna cabeza entre el follaje
Que enmarcaba el alféizar a ver sus ojos grises.
Se quedó en el umbral, inmóvil y perplejo.
Sólo una hueste, entonces, de oyentes espectrales
Que moraba en la casa solitaria del bosque
Permaneció escuchando en la quietud lunar
A esa voz que llegaba del mundo de los hombres;
Y al oírla apretaban los pálidos destellos
De la luna en la oscura escalera que baja
Al desierto vestíbulo, absortos en el aire
Trémulo y conmovido por la voz del Viajero
Solitario. En su pecho él sintió su extrañeza,
La quietud de esos seres que a su ronco llamado
Respondía. El caballo se movía, paciendo
En la hierba sombría, debajo del gran cielo
Entretejido de hojas y de estrellas calladas.
Por eso repentinamente batió la puerta
Con más potencia aún, y alzando la cabeza
Entonces exclamó: “Decidles que he venido
Y nadie respondió; que cumplí mi palabra.”
Ni un leve movimiento hicieron los oyentes,
Aunque cada palabra que el hombre pronunciaba
Resonaba por ecos a través de las sombras
De la casa en silencio, largos ecos del solo
Hombre que en esa noche aún quedaba despierto:
Ellos oyeron, ¡ay!, su pie sobre el estribo
Y el restallar del hierro por la senda de piedra,
Y cómo renacía suavemente el silencio
Cuando el ruido de cascos se extinguía en la hierba.


lunes, 13 de enero de 2014

Camille, La Bella Durmiente


El Vals, de Camille Claudel




Tú no debías vivir. Tú no. Él, sí. Nunca pude sacármelo de la cabeza. Te tenía en brazos, recién nacida y sólo pensaba… ¿por qué tú y no él? Mi pequeño, mi pobre Henri. Nueve meses en mi vientre y sólo quince días en mis brazos. Después llegaste tú. Y sobreviviste. Qué pertinaz y depravada costumbre la tuya: sobrevivir.

Hija mía, el odio es una sustancia extraña. Se me agarró a los pechos a la vez que tu boca. Te alimentaba y ya te aborrecía. Ese odio creció contigo, observándote desde lo más hondo y espeso de mi corazón. Cuando empezaste a naufragar decías que las mujeres te tenían un “negro odio”. Pero era mi odio. Todos los odios de tu vida fueron el mío. Te rodeaba, ceñía tu mente y tu cintura, pero nunca supiste lo profundo y lo negro y  lo horrible que era.
Tampoco yo lo supe hasta el final, te lo aseguro. Es curioso…  Nunca imaginé cuando era niña que no sería la princesa de los cuentos. Nunca imaginé que sería la Bruja y la Madrastra. ¿Cómo hubiera podido pensarlo? Era hermosa y buena, mi madre murió tan pronto… Después me casé, o me casaron, con aquel hombre mayor. Y entonces nació y murió tu hermano y todo se rompió para mí. 

No merecía una hija como tú. 
No merecía que me convirtieses en un monstruo.



Camille a los diez y nueve años
Tu padre te amaba, claro, porque era débil. En cambio tú eras fuerte. Aún recuerdo cómo les ordenabas  a todos, con ese endiablado carácter tuyo, que te trajesen barro para modelar. Hechizaste a tu padre con el mismo arte con que sacabas del barro el rostro de Helene, la criada, el de tu hermano Paul, como una pequeña bruja traicionera. Pobre Paul, él también te abandonaría. Decía que tenías los ojos de ese azul que únicamente aparece en las novelas. Para mí sólo eran de una insolencia insoportable.  


No te abandoné sin lucha, lo sabes. Hubo un tiempo en que intenté hacer de ti una buena mujer, como hice con tu hermana (tan capaz para el odio y la decencia como yo) ¿Pero qué puede hacer una perdida, sino perderse? Paso a paso, como yo bien sabía que lo harías. Buscabas aprender del arte y del amor, y por Dios que aprendiste las dos cosas. Aprendiste tanto que la Vida y el Amor te quebraron como a una rama seca.



Camille posando en el estudio de Rodin

Es curioso cómo la Felicidad da paso a la Desgracia casi sin darnos cuenta… Viviste libre unos años, viajaste con tus amigas por Europa, aprendiste a modelar con el mejor. Te enamoraste de él. Vivías en París al fin.  Bella, joven, segura y apasionada, quizá pensabas entonces que lo tenías todo, que estabas por fin en el camino de tenerlo. Cada cosa que la vida te había prometido, cada ráfaga de dicha que habías entrevisto en tu niñez, granaba ante tus ojos. 

Vagabas en la juventud de aquellos años brillantes como el verano y de pronto, apenas sin darte cuenta, llegó la noche. La joven que fuiste se disolvió en una mujer engañada, recelosa, solitaria, incomprendida. Acabada.
¿Cuántas veces te preguntaste cómo habías llegado a convertirte en ella?
Lo último que él pudo hacerte fue pedirte que no tuvieras el niño. Las cartas donde le esperabas desnuda y le suplicabas que no te engañase más fueron sustituidas por las otras, donde le acusabas de arrebatarte obra, nombre, vida. De envenenarte.

Tu obra... Sabes que siempre la  desprecié. Tanta desnudez, esa persistencia en retratar la pasión. Figuras que se entretejen, como en El Vals; que veneran su propio amor, como en Sakuntala: que muestran esa repugnante y sincera desesperación, como en la Edad Madura…  De cualquier forma, muy poco se salvó del naufragio de tu mente y de la miseria que tuviste que soportar. Tú acabaste con la mayoría a martillazos en los días en que tu propio padre decía que eras una loca furiosa. Aun así siempre te defendió.

 Por eso te encerramos a los ocho días de su muerte.


Níobe herida


Seguro que no has olvidado el día en que te llevaron. Eras como una pequeña alimaña aterrada. Habías puesto tantos cerrojos que tuvieron que echar abajo la puerta de tu apestosa habitación para ponerte la camisa de fuerza y llevarte al sitio que te correspondía. Al lugar donde se pudren las locas impúdicas como tú. 

Así fue como te borré del mundo, yo que te había traído a él. Allí tenías que haber estado desde hacía mucho tiempo, y nos hubieras evitado la vergüenza de tenerte por hija, por hermana… Se cerró la puerta tras de ti y nadie volvió a verte en treinta años. Nadie pudo escribirte, ni visitarte en aquel manicomio. Yo lo prohibí. Paul se acercó seis veces apenas, en los treinta años que mediaron entre esa muerte y Tu Muerte. Buen hermano, buen converso, siempre con un pie en el mar y otro en la tierra. Le escribías, suplicabas una y otra vez. No merezco esto, decías, no soporto esta esclavitud, no tengo nada, tengo hambre, tengo frío necesito ver una cara amiga, tengo frío, tengo frío... Hasta los médicos aseguraron que debías salir de allí. Al principio aún soñabas con poder volver a casa y cerrar la puerta. Después tenías ya el alma muerta, vencida por todos y cada uno de nosotros. 

Y ya ves, éste es el final del cuento. 

Cogí tu frente altiva, tu mirada insolente, tu talento, tu pasión y tu belleza y las convertí en polvo y en olvido. Sé que ésa es mi obra. Tú eres mi obra. La única pasión que sentí fue el odio que te tuve. 

Nadie acudió a tu funeral, nadie reclamó tu cuerpo.

Te imagino acurrucada en la fosa común donde te echaron. Sin nombre, sin fecha, como si nunca hubieras existido.

Tal y como yo quería que hubiera sucedido desde el principio.


Camille con su madre, Louis.




Todos los días pienso en mamá. No la he vuelto a ver desde aquel día en que tomaron la funesta resolución de enviarme al asilo de locos. Pienso en ese lindo retrato que hice de ella a la sombra, en nuestro bello jardín. Aquellos grandes ojos en dónde se leía un dolor secreto, el espíritu de resignación el cual reinaba sobre toda su figura, sus manos cruzadas sobre sus rodillas en completa abnegación: todo daba cuenta de la modestia, del sentimiento del deber llevado hasta el exceso, esa era nuestra pobre mamá. No he vuelto a ver jamás ese retrato (ni a ella). Si oyes algo de eso, por favor cuéntame.

Carta de Camille Claudel a su hermano Paul.