lunes, 10 de diciembre de 2012

Una historia de Navidad

  
Cinco borriquillos en fila de a uno atraviesan mi calle desde hace unas noches. Puntuales, siempre a las nueve y media, acompañados por el tintineo de las campanillas que rodean el cuello blanquisucio del que encabeza la recua, se dirigen al convento casi abandonado junto al que vivo.
Vienen los cinco borriquillos con la testuz baja, sin mirar a nada ni a nadie, sólo acompañados por el repiqueteo de las campanillas y por los hombres que los conducen, después de trabajar todo el día en un mercado toscamente medieval que han asentado en la plaza de la Iglesia.
Y los miro desde mi ventana, que tiene los cristales velados por el frío, y los veo entrar mansamente por el portón del convento y desaparecer, desvaneciéndose como la Santa Compaña de los borricos, en un suave sonar de campanillas o de cascabeles. Y siento una muda simpatía que no sé si es compasión.
Si es compasión ni siquiera sé si es de ellos o de nosotros, conducidos al terminar nuestras jornadas (con las orejeras bien colocadas para que no nos espantemos del camino) por esos desconocidos que nos marcan el inicio y el final, siguiendo el son de las campanas que alguien nos colgó del cuello para disimular la soga.

Sólo espero que su descanso sea más cálido que el nuestro y que no lleven nunca una carga tan pesada.
 

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