Uno de los mitos creados por las
series estadounidenses es el mito que yo llamo "El Pequeño Pueblo
Feliz".
Supongo que empezaría antes de lo que recuerdo, ¿quizá con La Casa
de la Pradera?, pero como buena representante de mi generación, tomé nota de él
por primera vez con Barrio Sésamo y cuajó definitivamente en mí con Doctor en
Alaska. De pronto, vivir a 50º bajo cero, con un único garito en todo el
pueblo, rodeada de gente delirante, aislada de la civilización y sin más medio
de comunicación que un helicóptero (a mí, que no me subo ni a la noria
infantil) me parecía el mejor plan del mundo. El hecho de tener que alimentarme
de tocino de reno diez meses al año ni siquiera se me pasó por la cabeza.
¿Aún dudáis? Pues pensad en el Stars Hollow de Las Chicas Gilmore o el Grandview de Entre Fantasmas, dos muestras de todo lo contrario: vivir en una remota villa de Nueva Inglaterra no implica ni mucho menos carecer de Universidad, Hospital, Urgencias (tome nota quien deba), Bibliotecas públicas de morirse, aeropuerto (bueno, eso aquí también pasa), y autopistas si se tercia y lo requiere el guión. Además, encienden cientos de lucecitas doradas en Navidad y adornan con cientos de cintas sonrosadas las calles en Primavera sin plantearse el presupuesto municipal, mientras la gente pasea feliz sosteniendo esos misteriosos vasos encapuchados donde juran llevar café.
Desengañémonos; eso quizá pase en Nueva Inglaterra, pero aquí es simplemente un MITO. La realidad, al menos la que yo conozco, está a medio camino entre Hobbiton y Puerto Urraco. Los que vivimos en ciudades pequeñas, con corazón de pueblo, sabemos de lo que hablamos. Esos bucólicos paseos dominicales, ese hermoso quiosco decimonónico de la Plaza Mayor, esa amable gente que te saluda y te recita los nombres de tus padres, hermanos, abuelos y bisabuelos como si fueran una saga islandesa, pueden ser de pronto como la Charca del pobre Señor Sapoguapo: una jaula difícil de abrir e imposible de cambiar, un Pequeño Pueblo Feliz…
¿Aún dudáis? Pues pensad en el Stars Hollow de Las Chicas Gilmore o el Grandview de Entre Fantasmas, dos muestras de todo lo contrario: vivir en una remota villa de Nueva Inglaterra no implica ni mucho menos carecer de Universidad, Hospital, Urgencias (tome nota quien deba), Bibliotecas públicas de morirse, aeropuerto (bueno, eso aquí también pasa), y autopistas si se tercia y lo requiere el guión. Además, encienden cientos de lucecitas doradas en Navidad y adornan con cientos de cintas sonrosadas las calles en Primavera sin plantearse el presupuesto municipal, mientras la gente pasea feliz sosteniendo esos misteriosos vasos encapuchados donde juran llevar café.
Desengañémonos; eso quizá pase en Nueva Inglaterra, pero aquí es simplemente un MITO. La realidad, al menos la que yo conozco, está a medio camino entre Hobbiton y Puerto Urraco. Los que vivimos en ciudades pequeñas, con corazón de pueblo, sabemos de lo que hablamos. Esos bucólicos paseos dominicales, ese hermoso quiosco decimonónico de la Plaza Mayor, esa amable gente que te saluda y te recita los nombres de tus padres, hermanos, abuelos y bisabuelos como si fueran una saga islandesa, pueden ser de pronto como la Charca del pobre Señor Sapoguapo: una jaula difícil de abrir e imposible de cambiar, un Pequeño Pueblo Feliz…
PUEBLO AIRADO, Ana Castelbón Ilustración para el cuento inédito El Sapo Que no Quiso Ser Príncipe (Acuarela y tinta sobre papel) |