lunes, 7 de diciembre de 2015

La Coleccionista de Dragones


Dedicado a Lucía, que quiere ser paleontóloga.


1799 fue un año común. Tan común que comenzó en martes. 

Aquel año Napoleón quiso ser cónsul, Beethoven compuso una sonata, Pierre François Bouchard  encontró una piedra -La Rossetta- George Washington falleció y nacieron Balzac y Pushkin. (Te cambio un presidente por dos escritores). Las puertas giratorias de la posteridad no se movieron especialmente ese año. En la lista de nacimientos destacados que aparece en la enciclopedia más común, sólo consta un nombre de mujer. Y no es el suyo.

Sin embargo ella nació en 1799. Un martes, por cierto.  El 21 de mayo para ser exactos. Hija de Richard Anning (ebanista) y Mary Moore a quien -al parecer- todos llamaban Molly. Ambos eran pobres y disidentes de la Iglesia de Inglaterra, cualidades que no les hicieron especialmente populares entre los vecinos de Lyme Regis. Pues tal era el nombre del pueblecito donde se afincaron y es éste un dato fundamental para nuestra historia.

Allí los Anning engendraron diez hijos, de los que sólo dos tuvieron el dudoso privilegio de alcanzar la edad adulta. Los otros fueron quedando en el camino, abatidos por la Enfermedad y la Desgracia, solícitas hermanas de la Pobreza. Mas la pequeña Mary Anning se empeñó obstinadamente en vivir o -mejor dicho- en sobrevivir. Gracias a esa tenacidad, en su vida recién iniciada (que prometía ser tan común y fácil de olvidar como un martes) comenzaron a producirse hechos extraordinarios, dignos de las leyendas.  


Cuentan los anales que un día la pequeña Mary se encontraba en brazos de Elizabeth Haskings cuando un rayo se abatió sobre la buena mujer, matándola junto con otras dos comadres. Nunca se ha averiguado qué tenía la Divinidad en contra de las tres desdichadas, pero fuese lo que fuese no debía concernir a Mary puesto que ella sobrevivió.  El pueblo de Lyme Regis decidiría, atónito, que ese rayo iba a ser la explicación del carácter decidido y curioso y la vivaz inteligencia de los que pronto haría gala la niña. Porque es cosa sabida que la sabiduría en una mujer ha de tener un origen milagroso.
       
Nosotros, sin embargo no podemos sino pensar que el gran portento de la historia de Mary fue el haber nacido -de entre todos los lugares del mundo- precisamente allí. Como una pulga sobre el lomo del gigantesco Cancerbero, el bucólico Lyme Regis se levantaba en plena Costa Jurásica inglesa. Más de ciento noventa y cinco millones de años de historia se apiñaban bajo los párvulos pies de Mary Anning y ella no desaprovechó esa circunstancia.
Aquella pequeña en aquella tierra de pasado tan remoto ayudaría al mundo a escribir un nuevo Génesis, pero su vida se pintaría desde la infancia en todos los tonos del gris. Como cualquier otra de las innumerables hijas de los Pobres, tuvo que trabajar desde muy niña para ayudar al precario sustento familiar. Por eso acompañaba a su padre y a su hermano Joseph a los acantilados, donde la lluvia y los derrumbes dejaban al aire extrañas criaturas petrificadas que vendían por unas monedas a los turistas. 
Cuando Mary contaba once años su padre, fiel a la tradición de los míseros, abandonó este mundo dejando tras él la más absoluta  penuria como herencia. Abocados a pedir caridad en la parroquia, Mary y Joseph montaron una pequeña mesa junto a la posada del pueblo para vender fósiles a los veraneantes: caballeros de exquisitas corbatas, damas que paseaban por el espigón envueltas en muselina y que Jane Austen nos ha legado, atrapados en el ámbar de su verbo amable. Mucho más extraños e inalcanzables para Mary que los dragones.
            
Acantilados de Blue Lias
La niña debía ser ágil e intrépida. Trepaba y se aferraba a los resbaladizos acantilados, se escurría por las oquedades que dejaba la marea al bajar,  buscando los huesos que darían de comer a su familia y que también saciarían la hambrienta curiosidad que había heredado del rayo.

Su hermano pronto la dejó al frente de un negocio tan duro y prefirió hacerse tapicero. Suponemos que para él se trataba tan solo de una forma arriesgada y precaria de ganarse la vida. No así para Mary, que encontraba los huesos, los limpiaba y componía como primorosos rompecabezas. Mary comprendía las vértebras y las espinas, los cráneos y las mandíbulas; escuchaba sus historias, armaba y pintaba con amorosa paciencia sus retratos.

Así fue como esta niña iletrada y apartada de los decentes vecinos de su pueblo, descubrió con apenas doce años el primer esqueleto de Ictiosaurio. A decir verdad fue su hermano Joseph quien encontró el cráneo pero no siguió buscando. Mary en cambio persistió hasta que un corrimiento de tierra desveló el secreto de cinco metros de huesos que el acantilado había guardado celosamente y que ella le arrancó con ayuda de los canteros locales. Después lo limpió con esmero y lo preparó para su presentación en sociedad. Aquel monstruo legendario brilló en Londres como las debutantes en Almacks, pero el nombre de Mary Anning no fue mencionado y permaneció en la sombra a la que pertenecía.

Plesiosaurio encontrado por Mary Anning
Sin embargo, como en los cuentos, Mary tuvo su hada madrina. De hecho, podemos decir que tuvo dos. La primera se llamó Elizabeth Philpot. Artista, geóloga amateur y sobre todo amiga, la animó desde niña a leer y a comprender las historias que los huesos narraban. 

La segunda tuvo por nombre Thomas Birch. 

Viendo la extrema pobreza de la familia Anning, en lugar de calabaza Thomas consiguió 400 libras vendiendo su propia colección de fósiles. Y en vez de zapatos de cristal le proporcionó cierto nombre entre la comunidad científica. En una época en que las mujeres no podían estudiar en la universidad, en que la Sociedad Geológica recién creada no permitía que las féminas contaminaran la sagrada ciencia ni en calidad de visitantes, no ya de miembros, Thomas Birch hizo lo que pudo. 
Ningún hada madrina está obligada a más.

Y es que la Historia se equivoca a menudo. De haber sido Joseph, su hermano tapicero, el agraciado con la singular inteligencia y destreza que se habían desperdiciado en Mary, más de un filántropo habría invertido en la conmovedora historia del muchacho genial atrapado en sus humildes orígenes; quizá se hubieran hecho colectas y rifas benéficas y el pueblo de Lyme Regis, orgulloso de su hijo, le habría dado una carrera.

Pero con Mary nada de eso podía hacerse. Como mucho,  podía abrir una tienda. Así que ahorró y compró una casa con un gran ventanal, un escaparate donde lucía el siguiente rótulo: Almacén de Fósiles Anning.

The Geologist, 1843. William Henry Fox  Talbot
La prensa local le dedicó una reseña. En aquel entonces ya tenía 27 años y su nombre era mencionado por el descubrimiento más importante, quizás, de su vida. Apenas entrada en la veintena había sacado a la luz hueso a hueso dos esqueletos casi completos de Plesiosaurio, los primeros que veían los ojos mortales. William D. Conybeare bautizó al dragón, lo presentó en sociedad y escribió un artículo acompañado de los bocetos realizados por Mary.

Lo único que no hizo el gentil señor Conybeare fue mencionarla.

Pero la  comunidad científica  -que seguía dispuesta a ignorar la franca inteligencia de la joven- no podía obviar sus hallazgos. Algunos de los más importantes geólogos del mundo visitaron la tienda de Mary Anning y la acompañaron en sus peligrosas expediciones, debatiendo con ella teorías e ideas. "Siempre disfruto de una buena discusión con los grandes" afirmó ufana en una ocasión. Como en los cuentos incluso un rey, el de Sajonia en este caso, se acercó a ver los prodigios que una humilde e ignorante mujer podía desvelar. En cierto modo, para los curiosos ella formaba parte de la increíble mercancía que se exponía en la tiendecita del ventanal.

La muy virtuosa Lady Harriet Silvester escribió "Ciertamente es un maravilloso ejemplo de favor divino que esta pobre muchacha ignorante haya sido tan bendita porque, mediante la lectura y la aplicación ha llegado a (...) escribir y hablar con profesores y otros hombres inteligentes sobre este tema, y todos ellos reconocen que ella entiende más de esta ciencia que nadie en el reino."

Por qué la magnanimidad de esta dama y de otras semejantes y de todos esos sabios y hombres inteligentes no les llevó a ayudarla en su instrucción, es una pregunta para la que no tenemos respuesta. El hecho es que prefirieron dejarla a merced del favor divino para que ella misma se procurase su formación.

Mary, que había aprendido a leer en las clases dominicales, devoraba los libros, pasaba horas copiando artículos, elaboraba su propias teorías, dibujaba bocetos, limpiaba los fósiles que buscaba incansable por los acantilados.  No era una actividad segura precisamente, como bien demostró su perro Tray que no logró sobrevivir a esos paseos con su dueña. Nos consuela pensar que en vida debió ser el perro más feliz del mundo. Ningún otro encontró nunca huesos semejantes.
Mary Anning. John Meryfiel Donne, 1850


Así que el tesoro de Mary no sólo se exponía en el ventanal de su tiendecita. Aún tenía otro más preciado, escondido en su mente, y los inteligentes y los sabios lo codiciaban como los Pterodáctilos codiciaban  sus presas. 

"Chupan mi cerebro", dijo en una ocasión, con amargura. 

Es cierto que algunos fueron honestos; Louis Agassiz y William Buckland hicieron un reconocimiento público de los méritos de la Srta. Anning. Pero muchos otros se alimentaron de aquellos hallazgos e ideas luminosas sin regurgitar siquiera por casualidad las iniciales de su nombre. A esa ínfima categoría de ser humano pertenecieron ejemplares como Richard Owen,  el ya mencionado William Conybeare o Everard Home. Decimos sus nombres, y les hacemos el honor que ellos no hicieron a Mary.  

"El mundo me ha utilizado con tan poca consideración que me ha hecho sospechar de la humanidad en general", se lamentaba. Pues sucedió demasiadas veces que sus descubrimientos se publicaron bajo otros nombres, obteniendo beneficios que ella no veía y que necesitaba cada vez más.  
Y es que a pesar de la tiendecita y su ventanal, a pesar de las visitas de los reyes y los sabios, su vieja amiga la Pobreza se resistía a abandonarla y merodeaba junto a su puerta, aguardando el  momento propicio para entrar. Lo encontró en la década de 1830, con la llegada de la crisis económica a las islas.

En aquellos años los elegantes caballeros y las delicadas damas no tenían tanto dinero para gastar en fósiles como antes, tampoco los dragones aparecían con la misma afortunada frecuencia y hubo también alguna mala inversión por su parte. Aquellos años de estrecheces renovadas encontraron alivio cuando -por la intercesión de sus buenos amigos- consiguió de la corona una pensión de veinticinco libras al año como reconocimiento de su contribución al Saber.

Como ya hemos dicho, las hadas madrinas hacen lo que pueden. Ni siquiera ellas pueden hacer más. Pero si consideramos que Mary Anning  aportó testimonios definitivos para que la hipótesis de la extinción de las especies se convirtiera en evidencia, que con cada hueso que ella encontraba y encajaba se definía más y más ante los ojos asombrados del mundo un paisaje desconocido, un nuevo Génesis, una revolución que sacudía los mismos pilares de la Creación, veinticinco libras no parecen una recompensa demasiado espléndida. 

Había estudiado y leído todo lo que caía en sus manos, había diseccionado, buscado y dibujado sin cesar... había llegado a la conclusión de que los belemnites también habían usado la tinta para defenderse, mucho, mucho tiempo antes que aquellas sepias que sus vecinos comían sin hacerse ninguna de las benditas preguntas que a ella le asaltaban. Había deducido que esos fósiles de nombre enigmático, las piedras Bezoar, eran heces, conocidas hoy como coprolitos. Había hallado especímenes  de Dapedium politum, de Pterodsctylus, de Squaloraja... Había aprovechado su tiempo
.
Sin embargo, mientras se convertía en una de las fundadoras de la moderna Paleontología, ese Tiempo pasaba y la dejaba sola y enferma. Hacia ya unos años que había perdido a su madre y se rumoreaba por Lyme Regis, suponemos que con el regocijo que ese tipo de chismes conllevan, que la excéntrica Srta. Anning bebía. 

Lo hacía, de hecho. Bebía láudano para aplacar los dolores provocados por el cáncer de pecho que se la llevaría el 9 de marzo de 1847.

Un martes.

A su muerte la Sociedad Geológica de Londres le dedicó un panegírico, como hacía con todos sus miembros fallecidos, algo que jamás le habían permitido ser. 
Junto con el vicario de Lyme Regis, la Sociedad Geológica encargó en su honor una vidriera para la parroquia de San Miguel, que aún hoy se conserva en su pueblo natal. 
Louis Agassiz nombró dos peces fósiles en su honor Acrodus anningiae y Belenostomus anningiae… 
El gran Dickens escribió un artículo recordándola, y gran número de biografías escritas para los niños –probablemente no iban dirigidas a las niñas- buscaron  estimular en ellos la curiosidad que Mary tuvo que proteger y alimentar contra viento y marea.

Con la misma resistencia pétrea de los fósiles, la presencia humilde de aquella mujer humilde soportó la sombra y el silencio hasta aflorar lentamente y alcanzar la luz. Los nombres de quienes la olvidaron se han olvidado a su vez o son desconocidos para la mayoría de nosotros pero el de Mary Anning  sigue acompañándonos y despertando nuestra admiración.

Puede ser que, después de todo, haya Justicia en este mundo. Aunque sea poética.

Ana Castelbón